martes, 28 de febrero de 2012

Cara, cruz y cruz

Queridos parabólicos de áreas periféricas, 
voy a intentar relajar mi ánimo y difuminar el posible sabor agrio que mis últimas palabras en este espacio hayan podido dejar en más de una retina. 
Lo cierto es que estaba en uno de esos días de límite, de no poder más y de replantearme muchas cosas. Por la reacción de mi querida vieja, que no para de mandarme ofertas de trabajo en España, me da que no he sido muy claro en mis planteamientos. 
De todas formas, os contaré una historia para pasar el tiempo en este horrible día de tormenta de arena en El Cairo. Entretenida no sé, porque lo pasé regular, pero el desenlace fue de película....



"... y sin ganas de nada salvo de desentrañar los misterios de este mundo y las personas que lo recubren, en busca de nuevas experiencias, ideas y nuevas sensaciones que me aporten algo más que la foto de turno para enseñar a mis padres, me levanté. 
Entonces, como ahora, yo buscaba mi propia historia. Paso a paso. 

Aún era de noche. Oscuro como el espacio en las películas. Salí del albergue, medio dormido aún, con mi instinto dirigiéndome hacia el puerto, como una brújula, que a esa hora bullía de actividad, todos listos o casi para salir a pescar, a ganarse el pan (o el pez) o, como dice mi madre, las lentejas. Y de esa que, pasando por ahí, me cae un té calentito en las manos que agradezco con una sonrisa y remarcando la "z" de "gracias" que me catapultó al estrellato del embarcadero de ese Viernes por la mañana, que era fría de collons, por cierto, como el acero en Siberia. Que sí, que Noviembre es casi verano, pero a 3.000 metros sobre el nivel marino, a orillas de un lago como ese y a esas horas previas al alba, hace un frío que pela, oiga.

Se divisaban algunas nubes de un azul extraño como violáceo cuando me dirigí al embarcadero. No fue difícil encontrar una chalupa que me llevara a alguna de las famosas islas flotantes de totora, y el trato que hice, como me enseñó mi abuelo, siempre bueno para los dos. Regla número uno: todos contentos.

Y, sin dilación, salté a la barca, a remar un poco, hasta que el motor nos facilitó la vida a los dos, alejándonos del puerto, en un amanecer extraño, con colores extraños y con olores extraños. A pesar de estar nublado, era ya de día antes de que saliera el Sol. Cuando lo hizo, todo se volvió del color del agua. Mi capitán (que a la vez era cabo, grumete, artillero, pescador, mecánico y todo lo que hiciera falta en mitad de esa nada acuática que nos circundaba) me dijo que tuviera cuidado de no pasar mucho tiempo mirando el Sol o el agua, o me acabaría acordando del Sol, del lago, de la altura y de la madre que lo parió -esto no lo dijo, pero lo añado yo porque llevo su razón en dos cicatrices bajo los ojos, por la abrasión de aquel día, de hace 10 años-.

Por la altura, la época del año y la hora del día, el agua estaba helada, a unos 7 grados o así, según me informaba el capitán, también experto en meteorología y sismología, al parecer, y con conocimientos de guía turístico y de las culturas autóctonas. Todo un personaje que no dejaba de mirar al infinito. Un tipo simpático y peculiar. Simple y algo escueto, pero majo. Recuerdo que me inspiraba confianza. 

Al cabo de 45 minutos de ronroneo de motor, la tierra se veía pequeña a popa; la isla del Sol, al fondo, como si de otro país se tratara, y las islas flotantes no aparecían en el radar. Fue entonces cuando me di cuenta de que entraba agua en la barca. Se lo comenté a mi capitán, como quien no quiere la cosa o hace una gracia, pero siguió con la mirada perdida en el colorido horizonte. 
El nivel de agua aumentaba cada poco hasta que tuve que subir mis pies al asiento. El otro era la viva estampa del capitán Ahab. Ni se inmutaba. Yo, sin embargo, empezaba a preocuparme un poco porque no se veía un alma que no fuera pez por ningún sitio, ninguna pizca de tierra alcanzable, el agua estaba muy fría y no había chalecos salvavidas. Y el agua dale que sube.

Dentro de mi desesperación, conservaba cierta calma perpleja, esa que mi madre llama familiarmente "pavo" (por no decir parsimonia) y que entiendo que lleve a desesperación. Creo que fue entonces cuando solté por primera vez la frase que me hizo famoso (entre mis amigos) de "Dios proveerá", cargada de esperanza y resignación a la vez. Aunque puede que sean la misma cosa. Pero en ese momento, ante la actitud de mi capitán, no me quedaba otra que encomendarme al Santo Espíritu y aguardar, paciente, la subida de las aguas esperando algún tipo de milagro o sorpresa.
Al cabo de otros 5 minutos que parecieron 5 días, ya me daba igual sentarme, apoyar los pies o tirarme al agua sin más. Opté por ponerme de pie justo en el momento en que el contramaestre me dio un cubo para achicar. "Haz tu trabajo, chaval y sácanos de esta" me decían sus ojos, impertérritos.
Mientras achicaba, sin camiseta (el Sol ya se hacía notar), le pregunté si esta situación era normal. Más que nada porque no me imaginaba yo al "cholo" ese manejando un motor, pescando, achicando agua, mirando al infinito y comiendo al mismo tiempo con sólo dos manos.
No. Así, sin más. No. Le miré de nuevo. Porque salgo solo a pescar y nunca peso 80 kilos como los tuyos. 
Ahí me dio. Le expliqué que tenía suerte de no haberme pillado 10 meses antes, donde le hubiera tenido que rectificar añadiendo unos 25 kilos a la cifra, lo que hubiera acelerado el desenlace fatal de la aventura o, bien pensado, una directa negativa a embarcar desde el principio.

Yo seguía a lo mío. Achicaba que achicaba agua. Algo se solucionaba, pero me estaba cansando antes de hacer demasiado bien a nuestra causa.

A esto que el capitán, dejando el motor, se pone a achicar conmigo como puede, pero se cansa al instante y apoya su ilustre pompis en estribor, es decir, prácticamente en el agua.

Y justo cuando pensaba que esto se acababa ahí, que hasta aquí hemos llegado Manuel, que se acaba el partido sin prórroga ni nada, que chimpún y a otra cosa mariposa... ocurrió algo que cambió el curso no sólo del día y nuestra situación, sino de la Humanidad.

Pero esa es otra historia.

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